lunes, 30 de marzo de 2015

Fui una monja católica


 “Llegaré a ser una monja a fin de pertenecer a Jesús para siempre. Solo a él tendré en cuenta en mi vida.” Esa fue la decisión que tomó una niñita de siete años cierto día en 1916 después de haber tomado la comunión.
Yo era esa niñita. Nací el 28 de agosto de 1909, en Neufchâteau, Bélgica, de padres católicos devotos, y acaricié ese deseo desde la tierna infancia.
Teniendo presente ese ideal, hallaba placer en la oración, en pequeños sacrificios y en servir a otros. ¡Así es que pasaba muchas horas orando en la iglesia de Neufchâteau! Cada atardecer al oír las campanas me unía a unos pocos feligreses en rezar el rosario, guiados por el sacerdote.
¡Yo rezaba hasta once rosarios al día! La misa y la comunión eran ceremonias diarias para mí. Sin embargo, al tiempo de las vacaciones, asistía a varias misas durante el día, después de las cuales seguían largos períodos de dar gracias.
Durante las vacaciones de verano, después de mi segundo año de estudios para ser maestra, fui a los bosques de Neufchâteau cierta tarde para poder meditar. Todavía me puedo ver recostada sobre la hierba, volviendo a leer el libro Vida de Santa Teresita de Lisieux. Yo quería ser como ella porque pensaba que ella había tenido un profundo amor por Jesús. Estaba determinada a pagar cualquier precio para llegar a ser una monja devota, una amada esposa de Jesús.
Por eso en un día de agosto de 1926, después de haber dedicado muchas horas a la oración, arrodillada con los brazos extendidos en cruz, esperé que mis padres llegaran a casa. Apenas llegaron, les hice saber mi decisión. “Padre,” le dije, “lo siento si te hago infeliz, pero Dios me ha llamado al convento.” “Hija mía,” dijo mi padre, “todavía eres tan joven. Piensa cuidadosamente lo que quieres hacer.” Respondí: “Padre, lo he estado pensando por más de diez años.” Después de una larga conversación, él concluyó: “Hija mía, si es la voluntad de Dios, no pondré ningún obstáculo en tu camino. Tienes mi consentimiento.”
Dejo mi casa
El sacerdote hizo averiguaciones por carta al Instituto Dames Louise, y fui invitada a ir a Lovaina para una entrevista. Mi madre fue conmigo, el 5 de septiembre de 1926. Allí fuimos recibidas por la fundadora, dama Louise, quien, aunque estaba enferma en cama, se mostró lúcida, agradable y bondadosa.
Cuando mi madre mencionó que yo todavía tenía dos años más de colegio, y que ella se preguntaba si sería mejor el que yo terminara los estudios, la fundadora dijo: “No, ella debe ingresar de inmediato y nosotras nos encargaremos de que termine sus estudios con nosotras.” Esa promesa, me apena decirlo, no fue respetada.
La fecha de ingreso fue fijada para el 16 de septiembre de 1926. Pero dado que esa fue la fecha que ya habíamos fijado para hacer un viaje a Lourdes, mi madre preguntó: “¿No sería posible posponer la fecha del ingreso en vista de la peregrinación a Lourdes?” La respuesta fue: “No, su hija puede escoger; o ingresar al convento o ir a Lourdes.” Dije: “Ingresaré al convento.”
Así es que llegó el día en que con lágrimas en los ojos dejé a mi familia. Mi padre me acompañó al castillo de Ezeringen, donde las postulantas (las candidatas que quieren ser monjas) tenían que pasar por un período probatorio de seis meses. Después de decir ‘adiós’ a mi padre, fui vestida junto con otras veinte jóvenes con la capa y el tocado de postulanta. Así llegué a ser una postulanta de las Misioneras Canonesas de San Agustín. Realmente me sentí muy feliz.
Preparándome para ser monja
Como postulantas, se nos impuso el más estricto silencio. Si nos enfermábamos o teníamos problemas, teníamos que simplemente aguantarlos o si no, hablar solo con la directora. Este silencio impuesto no ayudó a estimular el amor entre nosotras.
La entrevista con la directora quien me pidió que me deshiciera de todas mis pertenencias personales me cubrió de vergüenza. Esperando ser comprendida, confié libremente en ella sin restricción, tal como tenía por costumbre cuando todavía era niña. Quedé profundamente desilusionada cuando todo lo que dijo fue: “Como penitencia, al comienzo de la comida del mediodía usted extenderá sus brazos en cruz.” Desde ahí en adelante, ya no me volví a sentir cómoda.
Un domingo mi madre vino a visitarme. En el locutorio volví a ser yo misma, espontánea, alegre. Esto sorprendió a mi directora, quien dijo a mi madre: “Señora, su hija es completamente diferente en el locutorio. Aquí es tan feliz, tan animada, mientras que en la comunidad es tan seria, tan silenciosa.” Con seguridad que era un contraste. Pero, ¿por qué? Porque aquélla no era la clase de vida que yo había esperado.
No obstante, me consolaba con la idea de que por Jesús nada podía ser demasiado difícil y que yo estaba allí para llegar a ser su esposa. Así es que sufría en silencio. Creía que como futura monja tenía que sufrir, y que puesto que había dado el primer paso, no podía volver atrás.
Cuando el período de seis meses del postulado terminó, las postulantas tenían que ir a Lovaina para el noviciado de un año (período probatorio antes de tomar los votos). La ceremonia de tomar el velo fue precedida por un retiro de una semana. Vestidas con el hábito de monja y con un velo blanco marchamos en procesión hacia la capilla.
En Lovaina las dificultades que encontré durante el postulado iban a reaparecer y aun empeorar. Mi directora en este sitio no me inspiró más confianza que la anterior. Le tenía temor y me convertí más y más en una introvertida. El sufrimiento moral iba a ser un suceso cotidiano para mí. ¡Cuántas lágrimas iba a derramar!
Los miércoles y viernes había un período de cinco minutos de autodisciplina. Para esto, nos dieron un látigo de cuerdas que tenían pequeños nudos con el cual me golpeaba para hacerme sentir verdadero dolor. En estos mismos días, al mediodía, tomábamos nuestra sopa arrodilladas.
Cada viernes, cada una por turno, mientras estaba arrodillada en el refectorio, tenía que besar los pies de todas las monjas en el convento. Cada sábado, nos reuníamos para enumerar en voz alta nuestras faltas. Cada monja se arrodillaba por turno y, en voz alta, confesaba las faltas externas que había cometido.
Cada día teníamos que repetir cinco “Padrenuestros” y cinco “Avemarías,” con los brazos extendidos en cruz. Se nos aconsejaba a realizar por lo menos una mortificación en cada comida. Y cada mes, durante la contemplación mensual, teníamos que hacer un informe a la directora y pedir permiso para usar pequeños objetos como alfileres, botones, imágenes, y así por el estilo. Todas nuestras acciones estaban estrictamente controladas, aun al salir del refectorio, el taller o la capilla, sin importar la razón. Con las manos juntas, teníamos que preguntar: “¿Me permite salir?” Cuando estábamos en la capilla, un simple ademán bastaba.
Siempre que llegábamos tarde, teníamos que excusarnos delante de la superiora, de rodillas y con las manos juntas. Después de las oraciones de la noche y antes de abandonar la capilla, cada una por turno se arrodillaba delante de la superiora, la cual hacía una pequeña señal de la cruz en la frente y decía: “Que Jesús, María y José le bendigan.”
Llega el día
Al fin llegó el muy ansiado día, el 29 de marzo de 1928. Ese fue el día cuando terminó mi noviciado y yo llegaría a ser una monja, ¡la esposa de Jesús!
Después de contestar afirmativamente a algunas preguntas, como: “¿Está actuando libremente de su propia voluntad para llegar a ser la esposa de Cristo?” fui invitada, enfrente del altar, a pronunciar mis votos. Tuve que afirmar solemnemente que prometía “delante del Dios Todopoderoso, la bendita virgen María, y nuestro padre San Agustín, vivir en pobreza, castidad y obediencia, según las reglas de San Agustín y la Constitución de nuestra Orden, y eso por tres años.”
Después de eso fui al lado de la Epístola del altar y allí firmé un registro confirmando mis declaraciones. Así es como, antes de llegar a los diecinueve años de edad, llegué a ser miembro de la Congregación de las Misioneras Canonesas de San Agustín. Entonces el sacerdote dijo: “Estos votos serán sus únicos consuelos; las acompañarán a la tumba.” Un anillo de oro, símbolo de nuestra unión con Jesús, fue entonces deslizado sobre el dedo anular de la mano derecha.
Junto con las otras monjas que habían tomado parte en la misma ceremonia, se me consideraba muerta para el mundo. Para simbolizar esta muerte, fuimos a un lugar indicado y nos arrodillamos, y entonces nos acostamos boca abajo, debajo de un paño mortuorio, como si estuviéramos enterradas. El coro cantó y al oír nosotras las palabras en latín, “levántate,” el paño mortuorio fue removido. Nos paramos y volvimos a nuestros puestos. Entonces el coro cantó un himno de resurrección, seguido por otro: “Ven, esposa de Cristo, recibe la corona que ha sido preparada para ti.” Entonces fuimos a la baranda de comunión donde la superiora nos colocó una corona de rosas hecha de tul blanco.
Realmente convencida de que era la esposa de Jesús, mi felicidad era completa. Continuaba repitiendo: “Jesús, soy tuya para siempre. Hazme una esposa de acuerdo con tu corazón; mi único deseo es complacerte.”
Ahora, ¿dónde serviría como monja? Bueno, debido a que durante mi noviciado mis superiores habían notado mi talento artístico, me dieron una asignación que me llevaría a las islas Filipinas. Iba a dar clases de pintura en el Colegio Santa Teresita, en Manila. Así es que, hacia fines de septiembre de 1929, después de haber pasado unos pocos días con mi familia y hacer colectas para cubrir los gastos del viaje, partí para las Filipinas. Era la costumbre que cada una hiciera el esfuerzo para reunir los fondos necesarios para cubrir los gastos del viaje a su asignación.
El resultado de cuarenta y tres años de monja
Hacia fines de 1929 llegué a Manila y la comunidad de Santa Teresita me dio la bienvenida. Esto inició diecisiete años de misionera en las Filipinas.
Aunque allí me sentía como en casa, una de mis actividades pronto llegó a ser una tortura para mí. Esa fue la confesión. Cuanto más iba a confesarme, más me reprendía el sacerdote. Aunque me hice aun más escrupulosa en mi trabajo, eso no parecía ser suficiente. Afortunadamente, con el tiempo el confesor fue reemplazado.
Solo sabía un poco de inglés. Por eso me sorprendí cuando mi superiora me dijo que yo enseñaría primer grado, a niños y niñas. Los jueves, puesto que no había clases, daba clases de pintura privadas. Pero a mediados del período escolar, se me pidió que fuera a Tubao para prestar ayuda con el canto de la iglesia, puesto que leía música y tocaba el piano.
En 1931 fui enviada a Tagudin, donde comencé con quinto grado y continué hasta el séptimo grado. Pero a mediados del año fui asignada como sustituta para enseñar en una escuela secundaria.
Aumentan las desilusiones
Durante las vacaciones escolares fui enviada a Baguio, ¡donde se me dio un diploma universitario por un curso que nunca había tomado! Se hizo esto para hacer creer que llenaba los requisitos necesarios para enseñar. Esta acción falta de honradez me fue muy desagradable. Además, esto me impulsó a hacer esfuerzos sobrehumanos durante el siguiente período de clases, pues en realidad no estaba capacitada para ello.
Sin embargo, por medio de trabajar duro logré equiparme con buen material. Mi superiora me prometió que no me volverían a transferir, pero esa promesa no fue respetada. De hecho, durante toda mi vida de monja, las muchas promesas hechas por aquellos que yo creía que eran representantes de Dios fueron fuente de amargas desilusiones.
Durante mis muchos años como monja misionera, enseñé diferentes cursos: matemática, pintura, ciencia, física, gimnasia, piano y otros. Pero cada mañana también trataba de religión con mis estudiantes, basándome en el catecismo que habían recibido. Este curso de religión debía haberme deparado muchas satisfacciones debido a mi vocación misionera como monja. Por lo contrario, la instrucción religiosa era una carga para mí, una tarea muy pesada a la que temía. ¿Por qué me era tan angustiosa y dolorosa? Porque sentía que no tenía nada realmente valioso que comunicar a otros.
Un año, después del retiro anual, fui a mi superiora para confiarle la resolución que había tomado durante el retiro. Cuán estupefacta quedé cuando la superiora me dijo: “No es eso lo que usted debe vigilar; más bien debe cuidarse de los celos.” ¡Quedé consternada! ¡Los celos estaban lejos de mis pensamientos! No pude entender cómo era posible que mi superiora, a quien yo implícitamente consideraba como un portavoz de Dios, hubiera actuado como lo hizo. Se nos había inculcado que nuestras superioras eran sustitutas por Dios.
Unos meses después me enfermé. ¡Cuán feliz me sentí! “¿Feliz de estar enferma,” dice usted? Sí, así es, porque durante el noviciado se nos había repetido constantemente que ‘Dios prueba a los que él ama,’ así que el estar enferma era una señal de tener el favor de Dios. Debido a que quería estar entre la gente privilegiada de Dios, ¡no quería sanarme! Padecía de una úlcera en el estómago y tuve que someterme a una operación. Después de eso fui a Baguio para la convalescencia, donde no estuve inactiva, pues iba a pedir limosna en el mercado.
Regreso a Bélgica
Pasaron los años. Vino la II Guerra Mundial y pasamos por dificultades y peligros. Luego, después de la guerra, tuve una recaída de mi salud. El cirujano no estaba de acuerdo con una segunda operación y en cambio ordenó mi regreso a Bélgica. Así es que después de diecisiete años como misionera en las Filipinas, regresé a Bélgica en marzo de 1947.
Mi actividad estaba limitada mientras más o menos hacía reposo, en espera del tiempo en que regresaría a las Filipinas como se me había prometido. Sin embargo, ésta fue otra promesa que no fue cumplida. En vez de eso fui enviada a la comunidad de Auvillar, Francia. Allí di lecciones a adolescentes escolarmente retardados. ¡Qué contraste con mis estudiantes y las clases en las Filipinas! ¡Cuán a menudo me echaba a llorar al terminar las clases! Creí que moral y físicamente me sería imposible sobreponerme a esa atmósfera.
Puesto que el Estado requería un diploma para enseñar niños de mentalidad inferior, se me pidió que me inscribiera en un curso por correspondencia. También fui a Toulouse para una instrucción de seis semanas, la cual terminaba con un examen escrito y oral. Obtuve mi diploma y resultó ser una gran revelación para mí. ¿Por qué? ¡Porque fui encomiada! Nunca antes había sido animada, así es que llegué a creer que era indigna de que se me mostrara el menor aprecio. Me dije: “Bueno, parece que en mí hay dos personas. Una ‘apreciada’ por los de fuera del convento, y la otra ‘mantenida en la oscuridad’ dentro del convento.”
Obtengo una Biblia
Se nos había prohibido leer la Biblia. Sin embargo, durante ese tiempo, en los años 1960, no me interesaba ningún otro tema de lectura. Lo que yo quería era una Biblia, pero la superiora general rehusaba permitirme una.
A pesar de eso, pude conseguir un ejemplar. Así fue como la obtuve: Necesitaba un diccionario francés para mi clase y solamente lo podía conseguir si mi familia me enviaba mil francos. ¡Una vez más ellos me ayudaron! No obstante, ¡la superiora apenas usó un tercio de esa suma y se quedó con el resto! Considerando que el sobrante me correspondía a mí, me arriesgué a pedir que se me comprara una Biblia de Jerusalén. Esta vez el pedido no fue rehusado.
Una vez que la Biblia estuvo en mi poder, decidí leer todo su contenido para averiguar por qué estaba prohibida. Lo que parecía extraño era que mi lectura de la Biblia me ayudaba a orar y meditar más que nunca antes. Aprendí muchos salmos de memoria y los decía en cada oportunidad. A veces traté de introducir la Biblia en mis conversaciones con otras monjas, pero sin resultado. A menudo les decía a las otras que nuestras conversaciones eran muy triviales. No obstante, en cuanto mencionaba asuntos espirituales se me ridiculizaba.
Puesto que mi salud no mejoraba, fui enviada de vuelta a Roulers, Bélgica, donde fui operada. Entonces fui enviada a Héverlé, un hogar para monjas gravemente enfermas donde fui operada una vez más. Después de eso mi salud mejoró gradualmente. En ese entonces tenía conmigo una pequeña radio, un regalo de mi familia. Este me permitía seguir seis cursos de la Biblia por correspondencia, y escuchar a once programas diferentes de religión. Como resultado, encontré una manera de profundizar mi estudio de la Biblia. Sin embargo, sufría por no poder comunicar mi felicidad a otros.
Empecé a darme cuenta de que los protestantes aprendían más de la Biblia. Sin embargo, un día escribí al pastor protestante que corregía mis lecciones, y en quien yo tenía la máxima confianza, preguntando qué pensaba acerca de la evolución. ¡Dijo que podía ser aceptada! Por lo tanto, disminuyó mi confianza, pues era claro que esta teoría no estaba en armonía con la Biblia, y yo estaba buscando la verdad, no la falsedad.
Una falta de amor
Entonces se celebró el Concilio del Vaticano. Esto resultó en que la Iglesia pidiera a las monjas que llevaran a cabo una renovación de su vida religiosa. Como parte de esto se me dio un cuestionario para que lo llenara, permitiéndome dar mi punto de vista.
En enero de 1968 llené el cuestionario. Dos de las preguntas eran: “¿Ha encontrado entre sus compañeras monjas (superioras u otras) suficiente ayuda para su vida espiritual?” y “¿Ha encontrado una verdadera amistad en la congregación?” A estas preguntas tuve que contestar “No.” Sencillamente nunca había encontrado un afecto verdadero, generoso entre las monjas compañeras o en la congregación. Solo había habido una apariencia de amor.
Una porción del cuestionario trataba de la “actitud de las superioras.” Esto es lo que escribí a la oficina del secretario general en Héverlé, Bélgica: “Muchas veces mis compañeras monjas me han hecho esta pregunta: ‘¿Por qué es más fácil para nosotras llevarnos bien entre nosotras que llevarnos bien con nuestras superioras?’ Esta es mi respuesta: Porque nuestras superioras no se hacen suficientemente accesibles a las hermanas y no poseen esa delicadeza maternal que las hermanas esperan de ellas.”
Continué: “Por lo general, nuestras superioras están demasiado ocupadas con asuntos externos. Están ocupadas con muchas cosas, excepto con la más importante de sus tareas... amor maternal para todas las hermanas. Sin embargo, sin excepción, Jesús amó. Jesús es amor. Esta es la concepción ideal de una madre. En todo respecto, las superioras llevan una vida totalmente distinta a la de una monja corriente, cuando por el contrario debieran ser ‘siervas.’ La monja corriente debe poder disfrutar, en pie de igualdad, de las mismas cosas que disfrutan sus superioras. No son solo el ‘nombre y el hábito’ los que tienen que cambiar, sino que también la disposición mental y el modo de vivir. Si nuestras superioras desean tener nuestro afecto y confianza, que nos amen sinceramente y que nos tengan confianza.”
“Algo anda mal”
Un día, disgustada, dije a mi superiora general: “Lo que no entiendo es que nuestro voto de pobreza siempre nos permite recibir, y cuanto más, mejor. En cambio nunca nos permite dar, ¡ni siquiera un alfiler!” ¡Y Jesús dijo que había más felicidad en dar que en recibir!
Fue lo suficientemente honesta para decir que mi razonamiento era correcto. Así es que más tarde, a un superior general de Scheut, dije: “En mi opinión, el mayor pecado en contra de la pobreza es el voto de pobreza.” Añadí: “Lo que se requiere es la abolición de esos votos.” Él no estuvo de acuerdo, diciendo que los votos nunca podrían ser abolidos.
No obstante, desde entonces, ¡los votos han sido definitivamente reemplazados por meras promesas! ¡Con seguridad algo debe andar mal en un sistema que tiene tantas contradicciones! Así es que continué repitiendo que muy pronto los conventos dejarían de existir. Por cierto, cada vez crecía más en mí el sentimiento de que los conventos eran instituciones diabólicas. Y más y más me convencía de esto por los abusos que veía. Por ejemplo, abusos en comodidad. Vi con mis propios ojos que se hacían gastos totalmente innecesarios e injustificados en una escala que continuaba aumentando. Así es que a medida que el tiempo pasaba, mis ojos llegaron a abrirse. Pude ver que la vida en el convento se estaba haciendo sencillamente imposible.
También comencé a darme cuenta de cuán vacías eran las ceremonias religiosas que siempre había apreciado tanto. A pesar de todas las decoraciones, las flores, los hermosos ornamentos del altar, los atavíos del sacerdote y la música, una vez que la ceremonia había terminado estaba consciente de que no había derivado ni el más mínimo provecho espiritual. En particular en estas ocasiones me ponía a observar al sacerdote. Muy a menudo había quedado desilusionada con él, y me había dicho: “¡Qué descuidado! Es como si no le importara lo que está haciendo y como si él mismo no creyera en ello.” Hacía el signo de la cruz automáticamente y la genuflexión con muy poco respeto.
Cierto día, al oír que durante el Concilio del Vaticano los obispos discutieron cambios en la eucaristía, me dije: “Algo anda mal aquí. La verdad es incuestionable y nunca cambia.”
En otra ocasión, ¡se me dijo que la sagrada sangre en Brujas no era real! En la Basílica de la Sagrada Sangre de la ciudad belga de Brujas se encuentra la urna de oro macizo de la Sagrada Sangre. En ésa se alega que se encuentran unas pocas gotas de la sangre de Cristo. Todos los años una procesión pasa a través de la parte vieja de la ciudad, llevando la urna con tradicional pompa. Pero ahora pensé: “¿Es posible que la Iglesia nos haya permitido tanta idolatría durante todas esas procesiones de la Sagrada Sangre? ¡Es tiempo de que encuentre la VERDAD!”
Le mencioné todo esto a otra monja y añadí: “Estoy buscando la verdad y cuando la encuentre, ¡nada me detendrá!” De ahí en adelante puse más empeño en mi búsqueda por la verdad.
¡Hallando la verdad que lleva a la vida!
Alrededor de agosto de 1969 recibí un libro de otra monja. Se intitulaba “La verdad que lleva a vida eterna.” Ella lo había recibido de su sobrino, quien era un testigo de Jehová.
Cuando me lo trajo ella me dijo: “Me lo dio mi sobrino. No te imaginas lo celoso que es. Me ha prometido una Biblia, ¿y puedes creerlo?... ¡predica de casa en casa y hasta da conferencias bíblicas!”
La escuché muy atentamente. Tomé el libro y dije: “Eso me interesa, porque ahora estoy buscando la verdad.” De inmediato comencé a leer el primer capítulo. Noté que era muy distinto de mis enseñanzas religiosas.
Sin embargo, poco después tuve que ingresar en la clínica, pues el médico consideró que mi estado era grave. Así es que antes de irme puse todas mis cosas en orden y le devolví el libro a mi compañera monja. Pero el diagnóstico fue inexacto, y muy pronto estuve de regreso. Busqué el libro... ¡pero qué desilusión! La monja me devolvió solo sus tapas. ¡Había botado las páginas de adentro! Fui a verla y le expresé mi pesar por lo que había hecho, repitiendo que había tenido tantos deseos de leer el libro.
Un viaje inolvidable
Un día la superiora anunció que querían voluntarias para aprender de peinadora. Me ofrecí y seguí un curso dictado por la escuela “Oréal” de Bruselas. Recibí instrucciones de presentarme delante de la Junta Examinadora en Bruselas el día 26 de octubre de 1970 para pasar mis exámenes de peinadora.
Fui a la hora convenida. Sin embargo, cuando se pasó lista de los nombres, el mío no estuvo incluido. Hasta se mostraron sorprendidos de verme allí. La secretaria me despidió, informándome que me volverían a llamar el próximo mes.
No deseando aprovecharme de esta inesperada libertad, fui al convento donde debía pasar la noche. Cuando dije a las monjas que regresaría a Héverlé en el primer tren, me aconsejaron que regresara en autobús; era más barato. Deseando respetar mi voto de pobreza, concordé.
Para llegar a la parada de autobús, tuve que tomar un tranvía. Como no conocía la localidad, pedí a dos hombres que viajaban en el mismo tranvía que me indicaran dónde bajarme. Prometieron avisarme cuando llegáramos a la parada de autobús. ¡Pero me dijeron que bajara por lo menos dos paradas antes! Así es que tuve que caminar el resto del trayecto, cargando dos pesadas valijas.
Al fin descansé las valijas en el suelo y miré alrededor buscando la parada de autobús. En ese preciso momento, un auto se detuvo a mi lado. El chofer dijo: “Señora, ¿va usted a Lovaina? ¿Puedo llevarla?”
Me turbé, pues pensaba que no era apropiado viajar con un hombre. Pero entonces él continuó hablando, diciendo: “Si es que no le importa viajar con un testigo de Jehová.” Aunque no conocía muy bien a los testigos de Jehová, esto me inspiró confianza y acepté el ofrecimiento. Después supe que ésta fue la primera vez que él había tomado la iniciativa de detenerse y ofrecerse a llevar a alguien. Por lo general, esperaba una señal de parte del caminante. Era también la primera vez que iba por este camino por la tarde. Hasta entonces, siempre había salido de mañana. ¡Pero qué bendiciones trajeron estas coincidencias!
Se hizo cargo de mis valijas y me ayudó a subir al auto. Tan pronto como estuve sentada, dijo: “Como usted sabe señora, los testigos de Jehová hablan mucho de la Biblia.” Le respondí que por el momento ésta era casi la única cosa que en realidad me interesaba, y que había tomado un curso bíblico por correspondencia y escuchaba programas de religión por la radio.
Comenzó a hablarme acerca de varias doctrinas, como la Trinidad, y esto me asombró. Mencioné que lo que él me estaba diciendo era contrario a las enseñanzas de mi Iglesia, pero que sin embargo parecía estar en armonía con la Biblia. Cuanto más escuchaba, más atónita quedaba. Reconocía que todo lo que estaba diciendo ciertamente estaba en armonía con la Biblia. Mientras prestaba atención, oré para que el espíritu santo me ayudara y no me dejara ser inducida al error.
Cuando llegamos a Lovaina, el Testigo dijo adiós y al mismo tiempo me ofreció un libro. Sí, ¡era La verdad que lleva a vida eterna! Le agradecí calurosamente por él, y por todo el camino al convento medité en lo que habíamos conversado. Estaba también muy contenta por tener otro ejemplar del libro que había visto unos pocos meses antes. Ahora podía proseguir mi búsqueda de la verdad.
Aumentando en conocimiento exacto
Al entrar a mi habitación, comencé a orar. Esta vez, oré a Jehová, explicando mi situación y pidiendo que me ayudara. En otra mañana pedí a Jehová que me enviara a alguien para que me mostrara la dirección correcta a tomar.
Ese día, en vez de empezar a peinar a las 11 de la mañana como generalmente hacía, tenía cita para las 2 de la tarde para peinar a una monja. Se puede imaginar mi sorpresa, al ver, al bajar las escaleras, ¡al hombre que me había traído desde Bruselas! Debido a la cita a las 2 de la tarde él propuso volver una hora más tarde. Para entonces estuve desocupada y lo pude recibir en un pequeño locutorio.
Él sugirió que para poder adquirir más conocimiento exacto de la Palabra de Dios, debía tener un estudio de la Biblia, que sería conducido por dos mujeres de la congregación local de testigos de Jehová. Llena de gozo acepté su ofrecimiento. El primer estudio se celebró en mi habitación, ¡dentro del mismo convento!
Cuando supe que después de estudiar por seis meses tendría que tomar una decisión, me dije a mí misma: “¿Piensan ellas que voy a cambiar? Si es así, están equivocadas. Todo lo que quiero es un estudio detallado de la Biblia.” Me apliqué al estudio muy seriamente.
¡Por fin la verdad!
Entonces una mañana la Testigo me invitó a una asamblea de tres días de instrucción bíblica celebrada cada seis meses y organizada por los testigos de Jehová. La superiora me autorizó a salir, sin saber adónde iba, y todos me desearon un feliz fin de semana.
Durante el viaje me dije: “No me voy a dejar embaucar. Escucharé y tomaré nota de todo. Si oigo una sola palabra contraria a la Biblia, ése será el fin de una vez y para siempre.”
En la asamblea encontré que todo era edificante. Tuve la definida impresión que había pasado de la oscuridad a la luz. Me conmovió profundamente el amor fraternal que desplegaban los Testigos. ¡Ciertamente había encontrado el verdadero amor cristiano que había estado buscando por cuarenta y cinco años! ¡Llegué a la conclusión de que por fin había encontrado la verdad!
Al regresar al convento, percibí aún más la verdad de las palabras que tanto había repetido en los meses recientes: “Estamos en un sistema diabólico. No puedo continuar viviendo aquí como una hipócrita.” Oré a Jehová, implorándole por guía.
Realizando la separación
Esa misma noche después de haber vuelto de la asamblea, me senté y le escribí una carta al papa. Le pedía que me concediera la dispensación de mis votos. Escribí otra carta a mi superiora general.
Sin embargo, entonces recordé que desde el Concilio del Vaticano nuestros reglamentos y nuestras constituciones habían sido quemados. Por consiguiente, nosotras ya no éramos las Misioneras Canonesas de San Agustín, según cuyos reglamentos había tomado mis votos. Llegué a la conclusión de que no necesitaba ser dispensada de mis votos.
Lo que es más, ya no aceptaba a la Iglesia Católica Romana como la Iglesia de Cristo. Esta estaba en oposición a la Palabra de Dios. Por lo tanto, ya no veía la necesidad de consultar con el dirigente de una iglesia apóstata para pedirle ningún permiso. Así es que aquellas cartas que había escrito nunca fueron enviadas.
Habiendo comparado las verdades de la Biblia con las enseñanzas religiosas que había recibido, comprendí más y más que las principales enseñanzas de la Iglesia no estaban de acuerdo con la Biblia. Por ejemplo, Jesús no es el Dios Todopoderoso. Además, la Trinidad no existe. La misa y la comunión no tienen base bíblica. Y ¿qué hay acerca de las almas en el fuego del infierno, que están allí por haber tomado la comunión sin haber ayunado, o por haber mordido o tocado la hostia, o por no haber asistido a la misa dominical, o por haber comido carne en viernes? ¡Ahora todas estas cosas se permiten! Estos hechos ayudaron a convencerme de que había encontrado la verdad.
El 23 de enero de 1971 llamé por teléfono para agradecer a la Testigo que tan bondadosamente se había hecho cargo de mí durante la asamblea. Cuando me preguntó qué iba hacer, le contesté: “Estoy lista para irme.”
Decidí irme al día siguiente, a pesar del hecho de que no estaba en buena salud, y también a pesar de mi edad y otros factores. No obstante, después de profunda reflexión, dije a Jehová que debido a su amor, me entregaría a él sin reservas. Él podía usarme como quisiera. Solo pedía que se hiciera su voluntad y no la mía. Me apoyé por completo en él y durante toda la noche le oré repetidamente. No me preocupé más acerca del alimento, ropa y alojamiento. Tenía ojos para solo una cosa: Predicar las buenas nuevas del reino de Dios, y traerle la verdad a tantas personas de condición de oveja como fuera posible.
Al día siguiente vinieron por mí dos testigos de Jehová. Mi partida fue tranquila. Había unas treinta monjas en el convento y todas miraron, sorprendidas, pero sin decir una palabra. Cuando la sacristana quiso saber lo que estaba pasando, dije: “Se acuerda que le dije que cuando yo encontrara la verdad, nada me detendría. La encontré con los testigos de Jehová y es por eso que me voy con ellos.” Se fue sin decir otra palabra.
Permanecí dos meses con una familia de Testigos en Bruselas. No aceptaron ningún pago por mi alojamiento. Uno podía notar que todo esto se hacía por puro amor a Jehová. Estaba tan contenta de estar por fin libre de la influencia del imperio mundial de la religión falsa, al cual la Biblia llama “Babilonia la Grande,” y estar en la compañía de estos dedicados cristianos.
Y así llegó el tiempo cuando me dediqué verdaderamente a Jehová. Solo quería hacer Su voluntad, como una de sus testigos. Cinco meses más tarde, el 26 de junio de 1971 —después de cuarenta y tres años como una monja misionera— simbolicé esta dedicación por bautismo en agua.
En la actualidad, para mantenerme, trabajo parte del tiempo como ama de llaves, pero no siento pesar, pues mi felicidad es completa. Siento que ahora realmente soy una misionera, que llevo una vida mucho más honesta que cuando era una monja. En realidad sí hay una cosa que me pesa: que haya tenido que esperar tanto tiempo antes de poder demostrar a Jehová Dios que lo amo, y esto con entendimiento exacto de su Palabra.
Así es que ahora se ha realizado el deseo que expresé en 1916 cuando yo era esa niñita de siete años, de entregarme enteramente al servicio de Dios. Desde ahora en adelante, doy el resto de mi tiempo para hacer discípulos de Jesucristo, tal como él dijo a sus seguidores que hicieran. Hago esto por medio de predicar las buenas nuevas del reino de Dios y por medio de compartir con otros las verdades que he encontrado. Espero que muchas más personas de corazón honrado sientan el mismo gozo que yo siento, al aceptar, mientras todavía queda tiempo, la verdad que lleva a vida eterna en el nuevo sistema de cosas prometido por Dios.


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