domingo, 22 de marzo de 2015

¿Ha sido satisfactoria la gobernación humana?


El ser humano ha ideado toda clase imaginable de gobierno. Después de miles de años de tanteos, ¿cuáles son los resultados? ¿Ha sido satisfactoria la gobernación humana? ¿Puede solucionar los problemas cada vez mayores de la humanidad?
Promesas y más promesas
Bakul Rajni Patel, directora de un importante centro de investigaciones de Bombay (India), da una respuesta parcial a estas preguntas. Acusa a los políticos de “absoluta hipocresía” y afirma: “En India y otras naciones del Tercer Mundo está de moda que los líderes se pongan de pie en un podio y pronuncien espléndidas retóricas sobre el ‘desarrollo’ y el ‘progreso’. ¿Qué desarrollo y qué progreso? ¿A quiénes estamos engañando? Solo hay que mirar a los espantosos datos sobre el Tercer Mundo: 40.000 niños mueren cada día de enfermedades evitables”. La citada directora añade que por lo menos 80 millones de niños están desnutridos o se acuestan cada noche con hambre.
Por lo visto, el papa Juan Pablo II también piensa que Dios ha dejado a los humanos para que se gobiernen lo mejor que puedan, pues durante una visita a Kenia hace unos diez años, dijo: “Un reto importante para el cristiano es la vida política”, y añadió: “En el estado, los ciudadanos tienen el derecho y el deber de participar en la vida política. [...] Sería un error pensar que el individuo cristiano no debería envolverse en estos aspectos de la vida”.
El ser humano —siguiendo esta teoría que con frecuencia tiene el respaldo religioso— lleva mucho tiempo buscando el gobierno perfecto. Cada nuevo tipo de gobierno ha ido acompañado de grandes promesas, pero cuando no se hacen realidad, hasta las promesas más halagüeñas resultan desagradables. (Véase en la página 23 el apartado “Las promesas frente a las realidades”.) Está claro que el hombre no ha conseguido encontrar el gobierno ideal.

Después de la I Guerra Mundial, el 16 de enero de 1920, quedó constituida una organización supranacional, la Sociedad de Naciones, con 42 estados miembros. En lugar de constituirse en gobierno mundial, se pretendía que fuese un parlamento internacional, que promoviese la unidad en el mundo, mediante zanjar las disputas entre las naciones-estado soberanas e impidiese así la guerra. Para 1934 la cantidad de naciones miembros había ascendido a 58.
No obstante, la Sociedad de Naciones se constituyó sobre un fundamento poco sólido. “La I Guerra Mundial había terminado en un ambiente de grandes esperanzas, pero no tardó en producirse la desilusión —explica The Columbia History of the World—. Las esperanzas puestas en la Sociedad de Naciones resultaron ser ilusorias.”
El 1 de septiembre de 1939 comenzó la II Guerra Mundial, lo que arrojó a la Sociedad de Naciones a un abismo de inactividad. Aunque no se disolvió formalmente hasta el 18 de abril de 1946, puede decirse que murió en plena “adolescencia”, sin siquiera haber cumplido los veinte años. Antes de su entierro oficial, ya había sido reemplazada por otra organización supranacional, las Naciones Unidas, formada el 24 de octubre de 1945 con 51 estados miembros. ¿En qué resultaría este nuevo intento de unificación?
Un segundo intento
Algunas personas dicen que la Sociedad de Naciones fracasó porque no estaba bien estructurada. Otros opinan que la mayor parte de la culpa no la tuvo la Sociedad de Naciones sino los gobiernos individuales que estaban poco dispuestos a prestarle el debido apoyo. No hay duda de que ambas opiniones tienen algo de razón. De todas formas, los fundadores de las Naciones Unidas trataron de aprender de la ineficacia de la Sociedad de Naciones y procuraron remediar algunas de sus debilidades.
El escritor R. Baldwin califica a la Organización de las Naciones Unidas de “superior a la vieja Sociedad de Naciones en su capacidad de crear un orden mundial de paz, cooperación, justicia y derechos humanos”. Por supuesto, algunas de sus agencias especializadas, como la OMS (Organización Mundial de la Salud), el UNICEF (Fondo Internacional de las Naciones Unidas para el Socorro a la Infancia) y la FAO (Organización para la Alimentación y la Agricultura) han ido en pos de metas encomiables y han logrado cierta medida de éxito. Algo que también parece dar la razón a Baldwin es el hecho de que las Naciones Unidas han estado funcionando por más de cuarenta y cinco años, más del doble que la Sociedad de Naciones.
Un importante logro de la ONU fue la aceleración de la descolonización, por lo menos haciéndola “con un poco más de orden de lo que se hubiese hecho de haber sido otro el medio”, dice el periodista Richard Ivor, quien también afirma que la organización “ayudó a limitar la guerra fría al campo de batalla de la retórica”. Además, alaba el “modelo de cooperación práctica en todo el mundo” que esta organización ayudó a producir.
Desde luego, hay quienes afirman que la amenaza de una guerra nuclear influyó más en impedir que la guerra fría se calentase que las Naciones Unidas. En lugar de unificar a las naciones, como promete su nombre, lo cierto es que con frecuencia esta organización solo ha servido de intermediaria, tratando de impedir que naciones desunidas se echen las manos al cuello unas a otras. E incluso en este papel de árbitro, no siempre ha tenido éxito, pues como explica el autor Baldwin, al igual que la vieja Sociedad de Naciones, “las Naciones Unidas no tienen poder para hacer más de lo que les permite un Estado miembro acusado”.
Este apoyo tan poco sincero por parte de los miembros de la ONU se refleja a veces en su desgana a la hora de suministrar fondos para mantener la organización en marcha. Por ejemplo, Estados Unidos —uno de sus principales contribuyentes— retuvo su cuota de la FAO debido a una resolución que a su juicio criticaba a Israel y era pro palestina. Más tarde concordó en pagar lo suficiente para retener su voto pero dejó pendiente más de dos terceras partes de la deuda.
En 1988, Varindra Tarzie Vittachi, anterior director diputado del UNICEF, escribió que rehusaba “unirse al partido general de linchamiento” de aquellos que no reconocían a las Naciones Unidas. Aunque se autodenomina “un crítico leal”, admite que se está produciendo un amplio ataque por parte de personas que dicen que “las Naciones Unidas son una ‘lámpara apagada’, que no se ha mantenido fiel a sus elevados ideales, que no ha podido llevar a cabo sus funciones pacificadoras y que sus agencias de desarrollo, con unas pocas nobles excepciones, no han justificado su existencia”.
La principal debilidad de las Naciones Unidas la revela el autor Ivor al escribir: “La ONU, prescindiendo de lo que pueda hacer, no eliminará el pecado. No obstante, puede dificultar hasta cierto grado el pecado internacional y hará que el pecador sea más responsable [ante la ley]. Pero todavía no ha logrado cambiar el corazón y la mente de los dirigentes de los países ni de la gente que los compone”. (Las bastardillas son nuestras.)
Por consiguiente, el defecto de las Naciones Unidas es el mismo que el de todas las formas de gobernación humana: ni una sola es capaz de inculcar en la gente el amor desinteresado a lo que es recto, el odio a lo que es malo y el respeto a la autoridad, que son requisitos previos para el éxito. Piense en el gran número de problemas mundiales que se aliviarían si la gente estuviese dispuesta a dejarse guiar por principios justos. Por ejemplo, una crónica sobre la contaminación en Australia dice que el problema existe “no por ignorancia sino por actitud”. Tras indicar que la codicia es una causa fundamental de la contaminación, el artículo afirma que “la política gubernamental ha agravado el problema”.

Los humanos imperfectos sencillamente no pueden formar gobiernos perfectos. Como indicó el escritor Thomas Carlyle en 1843: “A la larga cada gobierno es el fiel reflejo de su pueblo, con su sabiduría y su insensatez”. ¿Quién puede discutir una lógica como esa?
“¡Sean hechos añicos!”
Actualmente, durante el siglo XX, la gobernación humana ha llegado a su cenit. Los gobiernos humanos han tramado la conspiración más descarada y desafiante que jamás ha existido contra la gobernación divina. (Compárese con Isaías 8:11-13.) Y no solo lo han hecho una vez, sino dos, primero con la creación de la Sociedad de Naciones y después con las Naciones Unidas. Revelación 13:14, 15 lo llama “la imagen de la bestia salvaje”, nombre acertado porque es el reflejo del sistema de cosas político mundial. Al igual que una bestia salvaje, los componentes de este sistema político se han aprovechado de los habitantes de la Tierra y han provocado sufrimientos incalculables.
En 1939, la Sociedad de Naciones tuvo un trágico fin, y el mismo destino le espera a la Organización de las Naciones Unidas en cumplimiento de la profecía bíblica: “¡Cíñanse, y sean hechos añicos! ¡Cíñanse, y sean hechos añicos! ¡Planeen un proyecto, y será desbaratado!”. (Isaías 8:9, 10.)
¿Cuándo ocurrirá este ‘hacer añicos’ final de “la imagen de la bestia salvaje” y del sistema de gobernación humana de la que es reflejo? ¿Cuándo terminará Jehová con la gobernación humana que desafía Su soberanía? La Biblia no da ninguna fecha concreta, pero tanto la profecía bíblica como los sucesos mundiales indican que será ‘muy pronto’. (Lucas 21:25-32.)

Las promesas frente a las realidades

  Las anarquías prometen libertad ilimitada, absoluta; la realidad es que sin gobierno no existe ningún conjunto de reglas o principios en la que puedan cooperar juntas las personas para el beneficio de todos; la libertad ilimitada conduce al caos.

  Las monarquías prometen estabilidad y unidad bajo la gobernación de un regente único; la realidad es que los regentes humanos, de conocimiento limitado, estorbados por las imperfecciones y debilidades humanas y quizás hasta movidos por deseos incorrectos, son mortales; por consiguiente, cualquier tipo de estabilidad y unidad dura poco.

  Las aristocracias prometen los mejores gobernantes; la realidad es que gobiernan porque poseen riquezas, poder o cierto derecho de sucesión hereditaria, no necesariamente porque tengan sabiduría, perspicacia o amor e interés en otros. Un gobernante inadecuado de una monarquía es reemplazado por una sucesión de gobernantes que pertenecen a una aristocracia de elite.

  Las democracias prometen que todo el pueblo puede decidir para el beneficio de todos; la realidad es que los ciudadanos carecen tanto del conocimiento como de los motivos puros necesarios para tomar siempre decisiones correctas para el bien común; Platón calificó a la democracia de “una encantadora forma de gobierno, llena de variedad y desorden, que dispensa una especie de igualdad a todos, iguales y desiguales”.

  Las autocracias prometen conseguir que se hagan las cosas sin demora indebida; la realidad es, como declara el periodista Otto Friedrich, que “hasta los hombres con las mejores intenciones, una vez que entran en la jungla política del poder, tienen que hacer frente a la necesidad de ordenar acciones que en circunstancias normales calificarían de poco éticas”; de ese modo, “buenos” autócratas se convierten en gobernantes impulsados por el afán de poder y dispuestos a sacrificar las necesidades de sus ciudadanos sobre el altar de la ambición personal o la conveniencia.

  Los gobiernos fascistas prometen el control de la economía para el bien común; la realidad es que tienen un éxito escaso y sacrifican la libertad personal; la glorificación de la guerra y el nacionalismo les ha llevado a crear monstruosidades políticas como las que se dieron en la Italia de Mussolini y en la Alemania hitleriana.

  Los gobiernos comunistas prometen una sociedad utópica sin clases en la que los ciudadanos disfruten de igualdad completa ante la ley; la realidad es que las clases y las desigualdades persisten y que los políticos corruptos expolian al ciudadano común; el resultado ha sido un amplio rechazo del concepto comunista y el riesgo de la desintegración de sus baluartes por causa de los movimientos nacionalistas y separatistas.



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